Ver mapa más grandeHace muchos años una runfla de chavalos se juntaba a jugar basketbol en la plaza de la colonia Granjas, en la capital de Chihuahua (arriba en el mapa). Ahí hicimos amistades para toda la vida, consumiendo las tardes en la cancha o en las sombras de los árboles, viendo y platicando con las muchachas que iban a cantar en el coro de la iglesia. A la plaza nos descolgábamos los estudiantes del Bachilleres cuatro, y los mariguanos que escondían el guato en el arroyo de la calle José Martí, y los viejitos homosexuales, con pantalones apretados, que se acomodaban en las gradas a vernos jugar. Allí jugaban basket "el Pístor", "el Negro", "el Léiker", "el San Felipe", "el Guandora" y otro montón de alias.
Un día los chavalos de siempre nos encaminamos a la plaza pero nos encontramos con un cerco policiaco que abrazaba el lugar. No nos sorprendimos porque en esos años nuestros barrio era el escenario de seguidas broncas entre los grupos de cholos del área: ya en otros momentos habíamos atestiguado intercambios de pedradas entre "los nazis" y "los osos", seguidos de presencias dilatadas pero impuntuales de la policía. Otras veces vimos curiosos cómo los agentes de la ley correteaban a un ladrón o a un cholo por los techos de las casas: una refusilata de policías sudando y gritando y el perseguido adelante como antílope, haciendo suyos los recovecos del barrio. Pero en esa ocasión el asunto era diferente: ahora había un muerto en plena plaza y no era un difunto cualquiera, se trataba nada menos que de Manuel Parga Palaxof, multihomicida que apenas pocos días antes se había fugado junto con otros reos de la Penitenciaría del Estado a punta de bala. Los fugitivos se habían escondido un tiempo entre los despojos que se arrumbaban en las ruinas del antiguo cine Azteca, de la avenida Ocampo, para luego dispersarse. Recuerdo que en esos días la ciudad vivió un estado de alerta particular: todo mundo creía escuchar por las noches a los forajidos en los patios de las casas, o creía ver sus rostros -profusamente difundidos por los medios de esa época- en el compañero de asiento en el camión urbano. Todos ellos eran reos altamente peligrosos y Parga el más atroz de ellos: sus víctimas no se podían contar con los dedos de las dos manos. Esa tarde los vimos de lejos, enfriándose en el charco de su propia sangre mientras que la búsqueda de su cómplice y compañero, apodado "El Lobito" se intensificaba. Unos días después lo capturaron y explicó que todo el tiempo estuvo escondido bajo un carro en la mera calle, para luego irse caminando a tomar un urbano a la avenida Vallarta. Nosotros nos fuimos a la casa de "el Pístor" a ver a sus vecinas.
Un par de días más tarde nos permitieron volver a la plaza. Naturalmente lo primero que hicimos fue ir a ver el lugar en el que el cuerpo de "el Parga" había caído. Quedó tendido junto a una jardinera en la que alguien había pintado una pequeña cruz de un palmo de altura. Por muchos años una vecina viejita se afanó cada día en barrer el lugar de la cruz, que quedó marcado así mucho tiempo. La presencia fugaz de la muerte en aquél punto se convirtió en un elemento más de las tardes en la plaza, con "el Parga" siempre ahí, a un lado de la cancha. Aún ahora que han pasado viente años aquél episodio es uno de los más vívidos entre mis recuerdos; una cosa era ver un descalabrado de un pedradón en los pleitos de los cholos; otra muy diferente ver un muerto en la calle.
Hoy las cosas han cambiado: la plaza sigue ahí pero alguien borró la cruz que recordaba el sino triste de "el Parga", y es que pareciera que ya no tiene sentido marcar los lugares en los que la gente muere de manera violenta en nuestra ciudad, de tantos y de tan frecuentes. Hace cien años la nota sensacionalista de los periodicos de Chihuahua contenía robos de una bibicleta o de una medias de mujer; hoy
las ejecuciones y las balaceras no faltan a la cita puntual en las cabeceras de los diarios: la violencia se ha convertido, como lo hizo la cruz de "El Parga", en un elemento de nuestra cotidianeidad.
Más allá de ejercicios de reflexión esta realidad nos exige acciones concretas, porque los muertos, los ejecutados, quedan tirados en las mismas calles que usamos para ir a trabajar, por donde pasamos con nuestras familias, con nuestros hijos, cada día de la semana.
El asunto es de origen un problema policiaco, pero también político y social. Las implicaciones que la emergencia de la violencia tiene para nuestros gobernantes son inmensas. Las autoridades enfrentan el reto de que esta situación no siga: que los espacios públicos de nuestra ciudad no sean ya más el escenario de los enfrentamientos terribles de los grupos delincuenciales presentes en Chihuahua, y más allá; que dichos grupos sean erradicados permanentemente de nuestro devenir.
Para el ciudadano común el desafío principal inicia en la necesidad de recobrar nuestra capacidad de asombro con respecto a la violencia,
a no percibirla como un elemento legítimo de nuestra vida. Es necesario que los chihuahuenses no nos conformemos con este estado de cosas, venciendo la tendencia a interpretar los muertos, los desaparecidos los levantado, como un precio razonable al crecimiento de nuestra ciudad: no hay justificación para la presencia cotidiana de la violencia en ningun ámbito de nuestra vida; o ¿a qué esperar? ¿a que nuestro camino se cruce con el de una bala perdida?
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